“Los optimistas viven más años y tienen más calidad de vida”. “Ser optimistas nos hace ser más exitosos”. Estas son algunas de las frases que nos llegan a través de artículos, noticias, etc. avaladas por estudios como el de la Universidad de Harvard. Nuestra sociedad moderna centrada en el optimismo como motor ha dejado poco hueco para los no tan optimistas, para los introvertidos, creando la dicotomía pesimismo (malo) vs optimismo (bueno) e introversión (mala) vs extroversión (buena).

¿Qué hacemos entonces si no estamos en el grupo de los optimistas?, ¿si nos cuesta a veces ver el lado bueno de las cosas?

 Primero es importante entender que el optimismo responde a un factor genético. Según el psiquiatra e investigador Luis Rojas Marcos, hay genes que estimulan personalidades optimistas y extrovertidas, como el 5-httlpr, que regula la absorción de la hormona serotonina, responsable de la producción de emociones placenteras. “Las personas que portan la versión corta de este gen muestran mayor tendencia a expresar ideas y sentimientos positivos”. Por otro lado, la base biológica puede ser modificada por las experiencias y los factores culturales, de ahí la importancia de trabajarlo.

El optimismo y el pesimismo son como el vino: un poco al día es bueno para la salud, los excesos sin embargo son malos… Y lo mismo sucede con el estrés, según indica la investigadora de Berkeley Daniela Kaufer en su estudio publicado en la revista Forbes. “Un nivel moderado de estrés es bueno para llevarnos al máximo de nuestro nivel de alerta y de actividad cognitiva”.

 Es importante resaltar que no todos los optimismos son positivos y no todos los pesimismos son negativos: debemos diferenciar el optimismo inteligente (la persona que sabe cuando es aconsejable mantener una perspectiva pesimista) frente el optimismo ilusorio (aquel que trata de adaptar la realidad a sus propios deseos -decía un gran amigo que el optimismo desmedido suele venir acompañado de falta de autocrítica….). E igual sucede en el caso del pesimismo: el pesimismo a secas no nos aporta ninguna ventaja; sin embargo, el pesimismo defensivo sí. Este concepto, estudiado por la psicóloga Julie Norem entre otros investigadores, gira en torno a pensar en lo peor para actuar y trabajar en evitarlo y así construir mejoras; es decir, pensar en lo peor para que lo peor no pase.

 Fisiológicamente poseemos dos sistemas contrapuestos: el que nos lleva a la acción y el que nos lleva al bloqueo. Nuestro objetivo es evitar el segundo: adaptarnos en función de las circunstancias fomentando la activación de nuestro sistema mediante el optimismo inteligente o mediante el pesimismo defensivo. Por buscar un símil, se trata de sacar palos de golf según el hoyo que nos toca jugar, o herramientas diferentes según el mueble que nos toca montar –salvo si es de Ikea…-).

weather-1611702_1280 ¿Cuándo actuar de una u otra forma?

 Cuando todavía no hemos empezado una tarea o reto, pensar como pesimistas defensivos puede ir en nuestra contra y visualizar un fracaso disparará nuestra ansiedad y activará nuestro sistema de bloqueo. En estos casos el objetivo es intentar ver siempre el lado bueno, activar nuestro entusiasmo imaginando un final feliz como veíamos en un post anterior con consejos para hablar en público (ej: visualizándonos recibiendo aplausos tras dar nuestra charla, o viendo cómo ayudará esto a nuestros clientes/familiares/nosotros). Gracias a esto, nuestro sistema de acción se activará.

 Pero una vez que ya estamos inmersos en el proyecto, cuando la ansiedad aparezca es mejor pensar como un pesimista defensivo y afrontarla directamente ya que el miedo en esta fase (ej: el miedo a no llegar a los objetivos a fin de año) activará nuestro sistema de acción y nos va a empujar hacia delante. Imaginarnos la peor situación posible nos ayudará a manejar la ansiedad y a motivarnos para estar preparados para todo y lograrlo con éxito. Muchas investigaciones demuestran que lo desconocido es más aterrador que lo negativo. Resulta paradójico pero cuando nos imaginamos lo peor, nos sentimos más en control.

 Cuando trabajamos en equipo, es fundamental contar con miembros que posean estos rasgos para que unos u otros “tiren” del equipo en función del grado de avance en el que se encuentre el proyecto.

 El pesimismo defensivo hace que nos preparemos mejor ante cualquier reto, que no nos relajemos ni surja en nosotros la arrogancia nacida del éxito, el primer factor de declive de las empresas según Jim Collins. Esta preparación ante lo peor permitió por ejemplo a Roald Amundsen conquistar el Polo Sur en 1911 batiendo a rivales que contaban con muchos más recursos materiales y económicos, un ejemplo que se convertiría en caso de estudio en multitud de organizaciones y escuelas de negocio.

 No esperes a que caiga la tormenta para pensar que necesitas echar un paraguas…

 La importancia del pesimismo defensivo también se aprecia en el mundo del deporte. Hace poco hablábamos sobre cómo Nadal persigue ese equilibrio que nos hace crecer: levantarnos cuando nos veamos casi hundidos (optimismo inteligente) y mantenernos alerta y con los pies en el suelo cuando nos veamos tocando el cielo (pesimismo defensivo) para continuar arriba. Cuando Nadal dice frases como “cualquier rival me puede mandar a casa”, está activando su sistema de alerta (pesimismo defensivo) para precisamente evitar que suceda.

En el deporte de alto rendimiento la mayor ansiedad llega antes de un gran partido, no durante él. Muchos deportistas admiten que para cuando pisan la cancha, el campo o la pista de juego, ya han analizado todos los peligros posibles y están enfocados en hacer lo que saben hacer bien. El partido comienza en el vestuario.

Encuéntrame en twitter

(Si deseas explorar más acerca del tema,  no te pierdas este vídeo)